Una de las comprensiones más importantes que Bert Hellinger aportó a la sistémica familiar fue la de entender la conciencia, no como una voz moral interna que nos dice lo que está bien y lo que está mal, sino como un movimiento interno de lealtad o fidelidad a nuestro sistema familiar por el cual tenemos comportamientos y actitudes que nos aseguren pertenecer a él, de ser buenos “según lo considera el sistema” siguiendo los patrones y creencias de la madre y del sistema familiar.

Supongamos por ejemplo que en una familia exista la costumbre de reunirse todos los domingos para almorzar y, que por la razón que sea, alguien no quiera cumplir con ese precepto, porque quiere quedarse en su casa, porque tenga una actividad a la que quiera asistir o que le gustaría hacer más que asistir a la reunión.

Generalmente, decirle que no a esa costumbre, hace que esa persona se sienta culpable porque no está acatando la norma que es costumbre o hábito en la familia.

De ahí que en muchas ocasiones nos sintamos forzados a cumplir con preceptos y mandatos aún en contra de nuestro bienestar, por escuchar esa voz que nos hace sentir culpables, no desde una conciencia moral que nos dice lo que es bueno y lo que es malo, sino desde una lealtad a las normas, a los hábitos y a los patrones familiares.

 

Nuestra Primera Lealtad.

Es evidente que la primera lealtad, la primera fidelidad que establecemos en nuestra vida es con nuestra madre.

Como dice Bert Hellinger, la relación más entrañable que experimentamos a lo largo de nuestra vida es la relación con ella.

Esta relación nos dio la vida, nuestra madre nos dio la vida con nuestro padre, empezando con el óvulo fecundado y siguiendo con el embarazo durante el cual nos desarrollamos en su vientre en total e íntima conexión.

Fue así durante nueve meses hasta que nos convertimos en un ser humano completo, listo para el nacimiento y la separación de ella, para ver la luz del mundo como ser humano e inhalar por primera vez como recién nacido.

¿Dónde más, el milagro de la vida nos parece más misterioso y extraordinario que en esta unidad total y completa con nuestra madre?

¿Qué queda más adelante de esta unión cuando, paso por paso, nos separamos de ella y de nuestro padre para convertirnos en seres autónomos?

Cuando dejamos nuestra familia para renacer, en un mundo externo a ella, ¿realmente lo hacemos como adultos? ¿Realmente estamos listos para transmitir la vida en todo su amplio sentido?

Esta experiencia que todos debemos vivir en algún momento, para algunos es un poco más dura que para para otros y Hellinger se refiere a ella como el dolor de la separación.

 

La Separación

Si se separa muy rápido a un niño de su madre (a veces también del padre), sobre todo a una edad en la que no puede entender esa separación y más aún cuando con esto se pone o está en peligro su vida, se da una interrupción en el movimiento hacia la madre (y a veces también hacia el padre).

Entre más pequeño sea el niño, tanta más importancia tiene la madre debido al estrecho vínculo corporal que lo une a ella. Este movimiento interrumpido se produce, por ejemplo, cuando uno de los padres muere siendo el niño muy pequeño; si se le da en adopción; si se le tiene que internar en un hospital pocas semanas después de nacido para que le realicen una operación muy grave y la madre no puede estar, o la madre está pero no le permiten acercarse él y ayudarlo en su recuperación; o bien es la madre la que debe ser internada de urgencia y en ese interín es una tía quien se ocupa de él.

El niño no entiende la separación, se siente abandonado, desamparado y aislado de la cercanía y el calor que le resultan familiares y, con frecuencia, reacciona a esto rechazando a la madre, aun cuando, en última instancia, la separación haya terminado.

Esto se puede observar, por ejemplo, cuando la madre recoge al niño en el hospital y éste grita cuando ella trata de tomarlo en brazos, echa la cabeza para atrás y patalea para que lo suelte, o bien, el niño reacciona con apatía frente a la madre, su mirada se torna indolente y ya no se alegra con ella ni le sonríe.

A veces la madre siente el rechazo del niño y no se atreve a tratar de cambiar su resistencia. Entonces se profundiza la distancia entre madre e hijo, aun cuando aparentemente la vida familiar siga su curso normal y a medida que pasa el tiempo, y el hijo llega a la adultez, la relación entre ellos se hace difícil, conflictiva o distante.

Pero hay otro dolor de separación de la madre que no se da a edades tan tempranas y que, a diferencia del anterior que sucede involuntariamente para el hijo, lo involucra, en cuanto que tiene que darse como una decisión consciente que hace en su vida.

La madre contiene durante nueve meses en su vientre al hijo y luego lo da a luz. El hijo anida en el cuerpo de la madre y ella lo ata a su cuerpo, para luego separarlo de ella y hacerlo entrar al seno de la familia.

Este es un nacimiento fisiológico y significa que la madre y el bebé se separan, que se desata un lazo maternal físico que los unía hasta ese momento. Pero hay un cordón psíquico que se forma entre ellos desde la concepción y que el bebé necesita para poder sobrevivir y crecer hasta que madure y pueda valerse por sí mismo después de su nacimiento.

 

El Nacimiento Psíquico y el Nacimiento Biológico

Para que el niño pueda crecer y madurar, a la par con el nacimiento biológico debe haber un nacimiento psíquico, pero por diversas circunstancias a veces esto no ocurre. El niño crece, se hace hombre o mujer, pero la madre no rompe esa conexión y por tanto la persona, por así decirlo, queda de alguna manera prisionera de ese lazo psíquico.

La maternidad consiste en ser madre y ser madre consiste en dar a luz, lo que significa hacer que el hijo sea libre, responsable de sí mismo, que siga su propio camino, que se haga adulto.

Cuando esto no sucede, la madre pretende mantener una especie de posesión sobre su hijo, pretende hacerlo depender en todo de ella, tratando de que sea incapaz de tener una vida propia e independiente de la de ella.

Esta especie de sentido de pertenencia absoluta, lo explica la psicología como una gran inseguridad que hace que la persona se sienta amenazada ante la posibilidad de separación o rompimiento de sus vínculos, pero tal como lo comprendió Bert Hellinger, para que esto suceda, es necesario que exista de antemano un poderoso patrón de creencias, en el cual madre e hijo permanecen enredados.

El hijo tiene que vencer ese patrón para poder convertirse en un adulto autónomo e independiente, porque si no lo logra, no puede vivir su vida con plenitud y no puede forjar su propio destino, debido al miedo a estar solo, debido al miedo a ser fiel a sí mismo desafiando los mandatos de la madre, y debido al miedo a afrontar el reto de una existencia independiente.

Tanto la madre como el hijo están atrapados en esa red, pero la vulnerabilidad y la dependencia del niño le impiden asumir la responsabilidad de crecer y de diferenciarse de la madre, porque la lealtad le hace sentir que la traiciona si no cumple con sus demandas y mandatos lo cual, desde su imaginación de niño, podría hacerle perder el amor de mamá.

 

El Proceso de Maduración

La maduración se basa en que esa lealtad incondicional termine, para que el hijo pueda dejar de identificar su existencia con la de la madre. El desequilibrio emocional que esto produce en la relación entre los dos le da la oportunidad al hijo de vivir esta nueva experiencia de deslealtad, como una afirmación de su propia identidad.

Esto no sucede para el hijo en un momento, sino que es un proceso, que además de lo emocional, involucra aspectos sociales y culturales que se enfrentan entre sí cuando se juzgan o se valoran desde la moral. Por eso cuando el hijo logra darse cuenta de la necesidad de este rompimiento, entra en una especie de dualidad hasta que comprende que es más importante ser leal consigo mismo, que con los patrones, creencias y mandatos de la madre y del sistema familiar.

La lealtad incondicional se da porque la madre, que enseña de una manera inconsciente lo que ella misma aprendió, instala en el hijo el primer sistema de creencias, que le indica a él cómo debe ser, cómo debe relacionarse, a quién debe amar.

Por eso la conducta del hijo y sus sentimientos se dan de acuerdo con ese sistema casi de una manera espontánea y automática.

Hace elecciones en la vida a través de los filtros que han puesto en él las creencias y los patrones maternos, que no son otra cosa que un programa que repite, generación tras generación los dramas y aprietos del sistema familiar.

El programa materno para la vida del hijo se materializa como su personalidad, la cual, al ser la consolidación de los patrones y creencias de la madre, en otras palabras, lo que la madre le dijo que fuera, se convierte en una prisión para el Ser del hijo, queda secuestrado y condicionado a partir de la mirada y el deseo materno, y todo el tiempo permanece allí, encarcelado, ignorante de la trampa en la que está inmerso.

 

Salir de la prisión del Ser

Entre otras cosas, cuando luchamos por hacer valer la personalidad, en lugar de estar viviendo nuestra existencia, en lugar de ser felices y de seguir nuestro propio camino, estamos reforzando los patrones y creencias de nuestra madre y de nuestro sistema familiar y estamos reforzando nuestra dependencia de ellos.

Los patrones y creencias de la madre y del sistema familiar son la principal causa de que repitamos una y otra vez en nuestra vida, de manera inconsciente, bloqueos, relaciones desagradables y circunstancias poco satisfactorias.

Crecer, madurar, hacerse adulto lleva al hijo a darse cuenta de que es necesario cortar el cordón umbilical psíquico con la madre para poder ser él mismo, de que debe despegarse de los patrones y creencias de la madre y del sistema familiar para dejar de ser niño y hacerse adulto, y de que al mismo tiempo va a sentirse desleal.

El destino que ha establecido la madre para el hijo desde la concepción se muestra a través de las relaciones que este elige a lo largo de la vida, y que conforman o son su personalidad.

Si elige relaciones acordes con los patrones y creencias de la madre y del sistema familiar, refuerza una manera de pararse en el mundo, una personalidad, que muestra no lo que realmente él es, sino el papel que le asignaron en la vida.

En cambio, si se aleja de ese plan y tiene relaciones que nacen de él mismo, éstas tendrán alma ,y en lugar de estancarse en la dependencia y la repetición, avanzará en la vida cada vez con mayor libertad.

Estas relaciones, que no obedecen los patrones y creencias de la madre y del sistema familiar nos liberan del destino establecido para nuestra vida. Son experiencias iniciáticas, nuevos comienzos.

 

Vivir Siendo Nosotros Mismos

Tomar la parte del destino que nos corresponde, lejos de la dependencia, consiste en que aprendamos a vivir con lo nuestro, siendo sólo nosotros mismos, sin la pretensión de querer alcanzar ideales imaginarios, que los patrones y las creencias de nuestra madre y del sistema familiar nos proponen como caminos de superación, llevándonos a luchar y a dar batalla en desafíos falsos.

El verdadero reto es, en cambio, construir en nuestra vida relaciones a espaldas de los patrones y las creencias de nuestra madre y del sistema familiar, relaciones de amor al margen de lo que ellos forjan para cada uno de nosotros; relaciones de deseo ajeno al deseo materno; relaciones donde cada uno se reencuentre con su auténtica misión en la vida, aquí en la terrenalidad de la existencia y no en algún cielo imaginario.

La condición fundamental de estas relaciones es que sean leales con uno mismo, en el presente.

Como la repetición de bloqueos, circunstancias y relaciones poco satisfactorias a lo largo de la vida se da por el apego al pasado representado por los patrones y creencias de la madre y del sistema familiar, ese apego se convierte en una oportunidad para aprender y cambiar.

En cada repetición se nos vuelve a dar la opción de corregir la historia y rencontrar nuestro Ser fundamental. De este modo, la repetición nos lleva a que descubramos el impulso creador de nuestra existencia y a recuperar la capacidad de ser los creadores conscientes de nuestra vida y nuestra felicidad.

Si las relaciones son repeticiones del pasado en lugar de experiencias del hoy, no estamos viviendo en ellas nuestra vida, sino trayendo al presente los patrones y creencias de la madre y del sistema familiar.

Debemos, por lo tanto, aprender a salir del ciclo de retorno de las relaciones pasadas, sin negarlas, incluyéndolas al todo de lo que somos, asimilar lo que enseñan, decirles adiós y transformarlas en amor, asintiendo a ellas tal y como fueron.

 

Por: María Lylliam Paeres Castaño

Reinvéntate.net

 

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